martes, 27 de enero de 2009

Monólogo 2: Breve historia del cristianismo en mi familia - 18-11-08 / 25-11-08



Yo, en una iglesia evangélica, con la mirada hacia arriba y los ojos empañados de lágrimas.
La escena es cierta; ocurrió. No, no es una “licencia poética”, ni una metáfora, ni una parábola referida a los poderes divinos capaces de transformar una roca atea como yo en un pan de dios…Sigo siendo la misma roca atea, así que ni siquiera es un milagro. ¿Podría serlo? No. La versión más verdadera, completa y sin cortes, sería la siguiente:
Yo, en un encuentro musical abierto a personas de cualquier credo o no credo (lo cual explica que estuviera yo), organizado por y en una iglesia evangélica. Alguien eligió para cantar una canción de Antonio Carmona, el ex cantante de Ketama, y resultó ser una hermosísima canción, íntegramente pagana, universalmente profunda y conmovedora. Como es costumbre en la iglesia para que todos puedan participar, la letra se proyectaba sobre una pantalla ubicada por encima del nivel de los ojos, y por ahí andaba mi mirada, oscilando en las alturas de izquierda a derecha, como un limpiaparabrisas de mis herejes y emocionadas córneas.
Los que me conocen saben que a mí, las iglesias, especialmente las evangélicas, me dan una especie de urticaria. Digo, puedo entrar en una iglesia vacía y embriagarme de silencio, o escuchar un coro o un trío de cuerdas o un concierto de órgano (¿fueron alguna vez? Es alucinante, sobre todo si apagan las luces). Puedo ir a un casamiento y aburrirme solemnemente, o ir a un casamiento y sentirme emocionada por contagio con la emoción de los que sí creen en el rito, si es que algún vínculo afectivo me relaciona con los protagonistas. Bautismos, comuniones, etc,…Si me invitan concurro, porque más allá de mi falta de fe trato de compartir con el otro un momento que él o ella considera importante en su vida, y para el que me convoca demostrándome que yo también soy importante porque por algo desea compartirlo conmigo. Pero todo esto se refiere fundamentalmente a la iglesia católica, en cuyas filas alguna vez milité fervientemente: rosarios, rezos, seguridades, muletas…Pero las iglesias evangélicas son diferentes. Yo lo sé, no por suponer sino por experiencia. Acá va un poco de luz, alabados sean ustedes.
Somos cuatro hermanos, tres de ellos son evangélicos (¿adivinen quién es la oveja descarriada?). Claro está, las aguas fraternales no se dividieron en un instante milagroso como las del Mar Rojo por obra de Moisés. Este “cisma” religioso, esta especie de “reforma” dentro de nuestra católica apostólica romana familia, no ocurrió de un día para el otro. No, Señor, no, la conversión fue gradual, y sucesiva, e inevitable. Digamos, para estar a tono con el tema, que el comienzo “reza” así:
Todos, los cuatro hermanos, tuvimos una formación católica basada en el clásico combo bautismo - comunión. Un día Laura, la menor de las tres hermanas, empezó a frecuentar una iglesia evangélica, a “congregarse” para ser más precisa, a instancias de una profesora de gimnasia del colegio secundario. Si ustedes hubieran sido hermanos de Laura de toda la vida como yo, habrían entendido el desconcierto de todos. ¡¿Laura?! Sí, ella, la menos concebible como una criatura piadosa y ovejeril, por así decirlo. ¡Si apenas habíamos logrado creer que tomó la comunión, y eso incluso se lo debemos al testimonio fotográfico! A mí nunca jamás nadie podrá convencerme de que no fue por obligación, o miedo a mamá, que es lo mismo. No me malinterpreten; Laura es una buena persona, pero de niñita era un demonio rojísimo. Vaya si se portaba mal. Amonestaciones, llamados de atención, citaciones a mamá; “Laura, a la dirección”, y nosotros viéndola parada de penitencia en la puerta junto a alguno de sus secuaces, siempre varones de la peor calaña que podía engendrar la escuela entre el segundo y el séptimo grado. Sólo eran traviesos, pero bueno, piña va, piña viene, delantales rotos y descosidos y mugrosos y la fama corría y Laura era como Bonnie de Bonnie & Clyde, pero con varios Clyde. Debajo de la montaña de chicos peleándose, salía ella; debe haber sido la única nena de la escuela que se fracturó un dedo jugando al fútbol. Ojo, creo que mi hermana trataba de llamar la atención, porque siendo cuatro hermanos, hacerse ver era toda una cuestión. Había que ser original y llamativa, y éstas fueron sus plumas de colores: sí, era una india. Y la india un día dejó su atavío de guerra y fue más santa que Julie Andrews en La Novicia Rebelde. Yo lo cuento así, pero no fue fácil de procesar. Creo que mamá sintió celos, porque Laura parecía más aferrada a su profesora que a ella, como si la hubiera remplazado, o peor, como si no la necesitara más, que para mamá, que es mitad pisciana y mitad idische mame a pesar de ser católica, es como matarla en vida. No sé qué habrán sentido papá, José y Cynthia, pero sé que yo, como hago con todo lo que intento digerir, mastiqué y rumié y llegué a una explicación psicológica que satisfizo mi inquisidora mente virginiana: Laura, que durante años había sido ignorada, vilipendiada por quilombera y facinerosa, atacada por rebelde por mamá y papá, ahora había encontrado una familia. En la iglesia todos se tratan amablemente, todos son amistosos, todos te aceptan, todos te valoran y te sonríen. Creo que a su bautismo no pude ir, me parece que tenía entradas para ver a Julio Bocca, además de un miedo atroz a entrar al templo, claro. Sentía un rechazo, como ahora, por el amor prefabricado que presiento allí, no porque no crea que es real, sino porque su imagen parece construida, armada como una escenografía de teatro para hacer que los escépticos creamos en él, como una operación de marketing: mirálo, sentílo, tocálo, es maravilloso y vos lo necesitás y puede ser tuyo. Conmigo sé que falla el verbo necesitar: no necesito un amor de dios, y no necesito creer en un dios. En mi opinión personalísima, todo es un invento pueril del hombre para soportar lo intolerable: la muerte, la enfermedad, el dolor, la fugacidad de la vida. Somos como niños que necesitan creer en un “padre” que todo lo puede, al que hay que amar o te parte con un rayo y un par de centellas. Creo que la imagen bíblica de padre divino es, por lo menos, tétrica: si no lo amás más que a nada, al infierno; si pecás, arrepentíte o…al infierno. Y quién podría ser tan perfecto para no pecar, por dios!!! No, no me volví repentinamente creyente: para mí dios es sólo una exclamación. Creo que nacemos, crecemos y morimos y nada más. No hay padre que nos salve de lo que nosotros no podemos salvarnos, no hay más que vivir, darnos cuenta de que estamos acá, y tratar de hacer algo y ser responsables de lo que hacemos. Eso de rezar para que nos vaya bien en un examen, o nos otorguen un crédito, o le explote el equipo de audio al vecino que nos atormenta el sábado a la tarde con la cumbia villera, no es para mí: yo me encomiendo a mis manos, mis energías, mi voluntad, y al azar, por qué no. Claro, también consulto el tarot y el horóscopo por las dudas, pero no cualquiera sino uno personalizado, que lo mío no es la fe sino las ciencias, exactas, inexactas u ocultas. Hablando de esto, me acuerdo de una pequeña anécdota: mi cuñado, el esposo de Laura, me vio una tarde consultando una página web de horóscopos; “¿qué es eso?”, me preguntó, le conté y me dice “¿y vos creés en esas pavadas?” “che, vos creés en dios y yo no te digo nada”, fue mi respuesta. No puedo creer en alguien que hará que las cosas ocurran, no puedo creer en un padre déspota y dictatorial, no creo que ese egoísmo sea amor; pero bueno, supongo que en algún momento fue necesario crear un orden, crear reglas, o alguien lo consideró necesario, porque el miedo al descontrol existió siempre, y ahí surge la figura de la autoridad indiscutible, y esa es la génesis de los premios y castigos; si uno es bueno se salva, si uno es malo se va al infierno. El problema es con qué criterio se determina qué es lo bueno y qué lo malo. Un mal pensamiento es malo. ¿Siempre? ¿Acaso no se puede pensar mal alguna vez y ser bueno? ¿Puede haber algún pensamiento que para mí sea bueno y para otro malo? Y entonces, ¿quién tiene razón? Presiento que dios está hecho a imagen y semejanza del hombre y no al revés, y es este presentimiento el que despierta mis sospechas de que dios es un hijo del hombre, una creación de la humanidad que chorrea humanidad. Y si obedecemos los diez mandamientos, ¿qué nos espera? Nada más y nada menos que la vida eterna. Me atormenté mucho en la infancia con la idea de una vida eterna donde nada terminaba nunca nunca nunca y todo seguiría por siempre jamás, y todos los días nos despertaríamos para luego acostarnos para luego levantarnos de nuevo, aunque bueno, tratándose de almas lo de acostarse y levantarse es una manera de decir…A los diez años ya estaba agotada de imaginar tanta eternidad, y eso que todavía no había llegado a mi clímax, religiosamente hablando, claro.
Bueno, por dónde íbamos…Ah, sí. Así se convirtió la primera. Luego fue el turno de José. Cuarto hijo que llegó luego de tres mujeres. Habrá sido el mimado, cuánto lo habrán buscado, pensarán todos. Pues error, todos, porque no fue ni una cosa ni la otra: ni deseado ni mimado. En cuántas sobremesas oímos a mamá contar que no se hizo un aborto porque el médico al que se lo solicitó la mandó a la mierda; y es que definitivamente mamá tiene muy mal gusto para los temas de sobremesa, que siempre incluyen algún muerto, algún cáncer y tragedias a granel, para matar, literalmente, al aburrimiento.
Sí, mamá tenía problemas de columna y, según relató alguna vez mientras degustábamos alguna torta de cumpleaños o alguna cena navideña, el médico le había dicho que si quedaba embarazada nuevamente podía quedar paralítica y condenada a desplazarse en silla de ruedas. Y hete aquí que quedó embarazada. Digo yo, es médica… ¿qué pasó? ¿faltó a la clase de anticoncepción? ¿compró el título? ¿o la renguera que le quedó como secuela de la polio le pareció poco? Bueno, por suerte el embarazo transcurrió normalmente, el parto también y no hubo que tenerle más lástima a mamá, que no fue víctima ni de su hijo ni de su falta de un método anticonceptivo eficiente tampoco. Pero José sí fue víctima de mamá, de su exigencia inflexible e impiadosa. Y papá mucho no participaba, apenas lo necesario para ratificar lo que dijera mamá. Y luego mamá empezó a estar cada vez más ausente porque había que pagar la casa en épocas de inflación descomunal, y José se refugió cada vez más en sus amigos, y en el alcohol y en las drogas. Y nadie sabía. Y nadie sospechaba. Hasta que un día la llamaron a mamá de una comisaría para que fuera a buscar a José: lo habían detenido por posesión. La situación no era la mejor: papá estaba internado con una neumonía en terapia intermedia, y yo no le hablaba a José desde la última pelea que habíamos tenido, por lo cual él pidió que nadie me contara nada de lo que pasó esa noche. Pero esa noche, además, pasó otra cosa: José dice que escuchó la voz de dios, que dios le habló y que él decidió dejar la droga para siempre. Y así se convirtió José, que por fin fue deseado y mimado; claro, con un poco de demora y un par de cambios en el sujeto y el predicado, pero no nos vamos a poner en exquisitos, que la iglesia después de todo es una madre con los brazos abiertos para el que crea en ella. Aunque parezca mentira, realmente me alegré por él; la religión no será algo que yo necesite, pero por ahí a otros los hace felices y yo no soy quién para juzgar los métodos de nadie, ortodoxos, evangélicos o umbandescos. Creo que una adicción debe ser algo muy difícil de superar, porque la dependencia es necesitar algo y sufrir su carencia en cuerpo y alma y mente. Y creo que mi hermano hizo un esfuerzo tremendo para poder alejarse de algo que no le hacía bien, y así, eligiendo algo mejor para él, pudo ser un poco más libre. Y no lo digo yo, lo dijo Fromm, pero conste que fue como psicoanalista, no como judío, que éste es un monólogo cristiano.
La última en convertirse fue Cynthia. No sé bien cuáles fueron sus motivos, pero cronológicamente se mezclaron varias cosas, porque todo sucedió el año que papá murió, y ella estaba involucrada con una persona un tanto, cómo decirlo, efusiva, de ésas a las que les cuesta controlarse y de vez en cuando te dejan un dudosamente romántico estampado de dedos en la cara. Cynthia un poco había empezado a acercarse a la iglesia, iba a escuchar cuando tocaban música y esas cosas. Recuerdo que yo le jugué una apuesta: “Te juego un par de panty medias a que te convertís”. Bueno, reconozco que la apuesta era un poco berreta, pero como yo estaba convencida de que ella iba a engrosar las huestes celestiales y me sabía íntimamente ganadora, no quería que tuviera que gastar mucho cuando tuviera que cumplir lo pactado. Cynthia también fue una niña desvalorizada, pero lo de ella fue más doloroso porque ella fue la segunda hija y yo la primera y yo era tan moldeable, tan sumisa, tan complaciente, tan “perfectamente arruinable” bajo un manto de halagos paternos, que ella a mi lado era invisible. Me odió tanto tanto. Y yo la comprendí tanto tanto tiempo después. A mí me jorobaron tanto como a ella, pero yo sufrí más tarde, al sacudirme la influencia de mis progenitores, al despertar. Ella sufrió desde la infancia, desde el principio, porque ella siempre estuvo despierta, y si soñaba lo hacía con los ojos abiertos. Siempre fuimos dos bandos, pero yo, obviamente, no la odiaba ni le tenía bronca por nada, porque no tenía motivos. Nos peleábamos agarrándonos de los pelos, me escupía. Cuando nos mudamos a la casa de Yerbal, en un cuarto dormían Cynthia y José y en otro Laura y yo. Alguna vez hicimos un enroque Laura-José, pero nunca dormimos juntas Cynthia y yo. Pasó el tiempo, nos hicimos amigas, confidentes. Cynthia se equivocaba al hablar y me llamaba “mamá” y a mamá le decía “Lorena”. Si Cynthia discutía con mamá, yo iba para calmarla, sabiendo que podría hacerlo, sintiéndome bien por poder hacerlo. Quizás, inconscientemente, consideraba que de esa manera purgaba toda la culpa que sentía por haber sido la causa indirecta de su padecer infantil, que le devolvía algo de lo que involuntariamente le había quitado.
Pero volvamos a su conversión. Y acá casi puede hablarse de milagro. Si no, júzguenlo por ustedes mismos. Cynthia estaba de novia con P., el joven cobarde del puño pujante, víctima también de otros, pero victimario al fin. Un día P. le dice a Cynthia que tenía que acudir a una reunión con ex compañeros de la secundaria o algo así. Vino a casa, se bañó, le pidió plata prestada. Salió todo perfumado. ¡Un primor!
Laura y Santi, que estaban también de novios, habían salido a pasear y se perdieron por los senderos que se bifurcan de Mataderos. No sabían por qué calle tomar y doblaron en alguna, la primera o la penúltima, como para salir de ninguna a alguna parte. Y acá sí, el que quiera creer en dios y en los santos evangelios, que crea. En esa calle que eligió el azar o dios o el diablo, les pareció ver el fitito de P. Y no sólo el fitito. También les pareció ver a P. besándose en la puerta de una casa con una chica que no era Cynthia ni tampoco, creo yo, una ex compañera de la secundaria emocionadísima por haberse reencontrado con él. De inmediato comprobaron que no era sólo un parecer, que no era una casualidad, que ese alguien parecido a P. al lado de un fitito igual al de P., ¡realmente eran P. y su fitito! Así fue como se enteró Cynthia, por obra y gracia de dios o de quién sea, y terminó la relación con P., y definitivamente encontró la fuerza para congregarse. Esto me deja dos reflexiones: primero, que aunque se convirtió, nunca me pagó la apuesta: Cynthia, me debés un par de pantys; segundo, que hay que tener cuidado con los parientes y/ o conocidos evangélicos, porque, yo no sé por qué, pero tienen una suerte para perderse por ahí y descubrir secretos… Dicen que dios todo lo ve, pero, por más divino que uno sea, tampoco hay que ser buchón!!!



18-11-08
25-11-08