martes, 27 de enero de 2009

Monólogo 2: Breve historia del cristianismo en mi familia - 18-11-08 / 25-11-08



Yo, en una iglesia evangélica, con la mirada hacia arriba y los ojos empañados de lágrimas.
La escena es cierta; ocurrió. No, no es una “licencia poética”, ni una metáfora, ni una parábola referida a los poderes divinos capaces de transformar una roca atea como yo en un pan de dios…Sigo siendo la misma roca atea, así que ni siquiera es un milagro. ¿Podría serlo? No. La versión más verdadera, completa y sin cortes, sería la siguiente:
Yo, en un encuentro musical abierto a personas de cualquier credo o no credo (lo cual explica que estuviera yo), organizado por y en una iglesia evangélica. Alguien eligió para cantar una canción de Antonio Carmona, el ex cantante de Ketama, y resultó ser una hermosísima canción, íntegramente pagana, universalmente profunda y conmovedora. Como es costumbre en la iglesia para que todos puedan participar, la letra se proyectaba sobre una pantalla ubicada por encima del nivel de los ojos, y por ahí andaba mi mirada, oscilando en las alturas de izquierda a derecha, como un limpiaparabrisas de mis herejes y emocionadas córneas.
Los que me conocen saben que a mí, las iglesias, especialmente las evangélicas, me dan una especie de urticaria. Digo, puedo entrar en una iglesia vacía y embriagarme de silencio, o escuchar un coro o un trío de cuerdas o un concierto de órgano (¿fueron alguna vez? Es alucinante, sobre todo si apagan las luces). Puedo ir a un casamiento y aburrirme solemnemente, o ir a un casamiento y sentirme emocionada por contagio con la emoción de los que sí creen en el rito, si es que algún vínculo afectivo me relaciona con los protagonistas. Bautismos, comuniones, etc,…Si me invitan concurro, porque más allá de mi falta de fe trato de compartir con el otro un momento que él o ella considera importante en su vida, y para el que me convoca demostrándome que yo también soy importante porque por algo desea compartirlo conmigo. Pero todo esto se refiere fundamentalmente a la iglesia católica, en cuyas filas alguna vez milité fervientemente: rosarios, rezos, seguridades, muletas…Pero las iglesias evangélicas son diferentes. Yo lo sé, no por suponer sino por experiencia. Acá va un poco de luz, alabados sean ustedes.
Somos cuatro hermanos, tres de ellos son evangélicos (¿adivinen quién es la oveja descarriada?). Claro está, las aguas fraternales no se dividieron en un instante milagroso como las del Mar Rojo por obra de Moisés. Este “cisma” religioso, esta especie de “reforma” dentro de nuestra católica apostólica romana familia, no ocurrió de un día para el otro. No, Señor, no, la conversión fue gradual, y sucesiva, e inevitable. Digamos, para estar a tono con el tema, que el comienzo “reza” así:
Todos, los cuatro hermanos, tuvimos una formación católica basada en el clásico combo bautismo - comunión. Un día Laura, la menor de las tres hermanas, empezó a frecuentar una iglesia evangélica, a “congregarse” para ser más precisa, a instancias de una profesora de gimnasia del colegio secundario. Si ustedes hubieran sido hermanos de Laura de toda la vida como yo, habrían entendido el desconcierto de todos. ¡¿Laura?! Sí, ella, la menos concebible como una criatura piadosa y ovejeril, por así decirlo. ¡Si apenas habíamos logrado creer que tomó la comunión, y eso incluso se lo debemos al testimonio fotográfico! A mí nunca jamás nadie podrá convencerme de que no fue por obligación, o miedo a mamá, que es lo mismo. No me malinterpreten; Laura es una buena persona, pero de niñita era un demonio rojísimo. Vaya si se portaba mal. Amonestaciones, llamados de atención, citaciones a mamá; “Laura, a la dirección”, y nosotros viéndola parada de penitencia en la puerta junto a alguno de sus secuaces, siempre varones de la peor calaña que podía engendrar la escuela entre el segundo y el séptimo grado. Sólo eran traviesos, pero bueno, piña va, piña viene, delantales rotos y descosidos y mugrosos y la fama corría y Laura era como Bonnie de Bonnie & Clyde, pero con varios Clyde. Debajo de la montaña de chicos peleándose, salía ella; debe haber sido la única nena de la escuela que se fracturó un dedo jugando al fútbol. Ojo, creo que mi hermana trataba de llamar la atención, porque siendo cuatro hermanos, hacerse ver era toda una cuestión. Había que ser original y llamativa, y éstas fueron sus plumas de colores: sí, era una india. Y la india un día dejó su atavío de guerra y fue más santa que Julie Andrews en La Novicia Rebelde. Yo lo cuento así, pero no fue fácil de procesar. Creo que mamá sintió celos, porque Laura parecía más aferrada a su profesora que a ella, como si la hubiera remplazado, o peor, como si no la necesitara más, que para mamá, que es mitad pisciana y mitad idische mame a pesar de ser católica, es como matarla en vida. No sé qué habrán sentido papá, José y Cynthia, pero sé que yo, como hago con todo lo que intento digerir, mastiqué y rumié y llegué a una explicación psicológica que satisfizo mi inquisidora mente virginiana: Laura, que durante años había sido ignorada, vilipendiada por quilombera y facinerosa, atacada por rebelde por mamá y papá, ahora había encontrado una familia. En la iglesia todos se tratan amablemente, todos son amistosos, todos te aceptan, todos te valoran y te sonríen. Creo que a su bautismo no pude ir, me parece que tenía entradas para ver a Julio Bocca, además de un miedo atroz a entrar al templo, claro. Sentía un rechazo, como ahora, por el amor prefabricado que presiento allí, no porque no crea que es real, sino porque su imagen parece construida, armada como una escenografía de teatro para hacer que los escépticos creamos en él, como una operación de marketing: mirálo, sentílo, tocálo, es maravilloso y vos lo necesitás y puede ser tuyo. Conmigo sé que falla el verbo necesitar: no necesito un amor de dios, y no necesito creer en un dios. En mi opinión personalísima, todo es un invento pueril del hombre para soportar lo intolerable: la muerte, la enfermedad, el dolor, la fugacidad de la vida. Somos como niños que necesitan creer en un “padre” que todo lo puede, al que hay que amar o te parte con un rayo y un par de centellas. Creo que la imagen bíblica de padre divino es, por lo menos, tétrica: si no lo amás más que a nada, al infierno; si pecás, arrepentíte o…al infierno. Y quién podría ser tan perfecto para no pecar, por dios!!! No, no me volví repentinamente creyente: para mí dios es sólo una exclamación. Creo que nacemos, crecemos y morimos y nada más. No hay padre que nos salve de lo que nosotros no podemos salvarnos, no hay más que vivir, darnos cuenta de que estamos acá, y tratar de hacer algo y ser responsables de lo que hacemos. Eso de rezar para que nos vaya bien en un examen, o nos otorguen un crédito, o le explote el equipo de audio al vecino que nos atormenta el sábado a la tarde con la cumbia villera, no es para mí: yo me encomiendo a mis manos, mis energías, mi voluntad, y al azar, por qué no. Claro, también consulto el tarot y el horóscopo por las dudas, pero no cualquiera sino uno personalizado, que lo mío no es la fe sino las ciencias, exactas, inexactas u ocultas. Hablando de esto, me acuerdo de una pequeña anécdota: mi cuñado, el esposo de Laura, me vio una tarde consultando una página web de horóscopos; “¿qué es eso?”, me preguntó, le conté y me dice “¿y vos creés en esas pavadas?” “che, vos creés en dios y yo no te digo nada”, fue mi respuesta. No puedo creer en alguien que hará que las cosas ocurran, no puedo creer en un padre déspota y dictatorial, no creo que ese egoísmo sea amor; pero bueno, supongo que en algún momento fue necesario crear un orden, crear reglas, o alguien lo consideró necesario, porque el miedo al descontrol existió siempre, y ahí surge la figura de la autoridad indiscutible, y esa es la génesis de los premios y castigos; si uno es bueno se salva, si uno es malo se va al infierno. El problema es con qué criterio se determina qué es lo bueno y qué lo malo. Un mal pensamiento es malo. ¿Siempre? ¿Acaso no se puede pensar mal alguna vez y ser bueno? ¿Puede haber algún pensamiento que para mí sea bueno y para otro malo? Y entonces, ¿quién tiene razón? Presiento que dios está hecho a imagen y semejanza del hombre y no al revés, y es este presentimiento el que despierta mis sospechas de que dios es un hijo del hombre, una creación de la humanidad que chorrea humanidad. Y si obedecemos los diez mandamientos, ¿qué nos espera? Nada más y nada menos que la vida eterna. Me atormenté mucho en la infancia con la idea de una vida eterna donde nada terminaba nunca nunca nunca y todo seguiría por siempre jamás, y todos los días nos despertaríamos para luego acostarnos para luego levantarnos de nuevo, aunque bueno, tratándose de almas lo de acostarse y levantarse es una manera de decir…A los diez años ya estaba agotada de imaginar tanta eternidad, y eso que todavía no había llegado a mi clímax, religiosamente hablando, claro.
Bueno, por dónde íbamos…Ah, sí. Así se convirtió la primera. Luego fue el turno de José. Cuarto hijo que llegó luego de tres mujeres. Habrá sido el mimado, cuánto lo habrán buscado, pensarán todos. Pues error, todos, porque no fue ni una cosa ni la otra: ni deseado ni mimado. En cuántas sobremesas oímos a mamá contar que no se hizo un aborto porque el médico al que se lo solicitó la mandó a la mierda; y es que definitivamente mamá tiene muy mal gusto para los temas de sobremesa, que siempre incluyen algún muerto, algún cáncer y tragedias a granel, para matar, literalmente, al aburrimiento.
Sí, mamá tenía problemas de columna y, según relató alguna vez mientras degustábamos alguna torta de cumpleaños o alguna cena navideña, el médico le había dicho que si quedaba embarazada nuevamente podía quedar paralítica y condenada a desplazarse en silla de ruedas. Y hete aquí que quedó embarazada. Digo yo, es médica… ¿qué pasó? ¿faltó a la clase de anticoncepción? ¿compró el título? ¿o la renguera que le quedó como secuela de la polio le pareció poco? Bueno, por suerte el embarazo transcurrió normalmente, el parto también y no hubo que tenerle más lástima a mamá, que no fue víctima ni de su hijo ni de su falta de un método anticonceptivo eficiente tampoco. Pero José sí fue víctima de mamá, de su exigencia inflexible e impiadosa. Y papá mucho no participaba, apenas lo necesario para ratificar lo que dijera mamá. Y luego mamá empezó a estar cada vez más ausente porque había que pagar la casa en épocas de inflación descomunal, y José se refugió cada vez más en sus amigos, y en el alcohol y en las drogas. Y nadie sabía. Y nadie sospechaba. Hasta que un día la llamaron a mamá de una comisaría para que fuera a buscar a José: lo habían detenido por posesión. La situación no era la mejor: papá estaba internado con una neumonía en terapia intermedia, y yo no le hablaba a José desde la última pelea que habíamos tenido, por lo cual él pidió que nadie me contara nada de lo que pasó esa noche. Pero esa noche, además, pasó otra cosa: José dice que escuchó la voz de dios, que dios le habló y que él decidió dejar la droga para siempre. Y así se convirtió José, que por fin fue deseado y mimado; claro, con un poco de demora y un par de cambios en el sujeto y el predicado, pero no nos vamos a poner en exquisitos, que la iglesia después de todo es una madre con los brazos abiertos para el que crea en ella. Aunque parezca mentira, realmente me alegré por él; la religión no será algo que yo necesite, pero por ahí a otros los hace felices y yo no soy quién para juzgar los métodos de nadie, ortodoxos, evangélicos o umbandescos. Creo que una adicción debe ser algo muy difícil de superar, porque la dependencia es necesitar algo y sufrir su carencia en cuerpo y alma y mente. Y creo que mi hermano hizo un esfuerzo tremendo para poder alejarse de algo que no le hacía bien, y así, eligiendo algo mejor para él, pudo ser un poco más libre. Y no lo digo yo, lo dijo Fromm, pero conste que fue como psicoanalista, no como judío, que éste es un monólogo cristiano.
La última en convertirse fue Cynthia. No sé bien cuáles fueron sus motivos, pero cronológicamente se mezclaron varias cosas, porque todo sucedió el año que papá murió, y ella estaba involucrada con una persona un tanto, cómo decirlo, efusiva, de ésas a las que les cuesta controlarse y de vez en cuando te dejan un dudosamente romántico estampado de dedos en la cara. Cynthia un poco había empezado a acercarse a la iglesia, iba a escuchar cuando tocaban música y esas cosas. Recuerdo que yo le jugué una apuesta: “Te juego un par de panty medias a que te convertís”. Bueno, reconozco que la apuesta era un poco berreta, pero como yo estaba convencida de que ella iba a engrosar las huestes celestiales y me sabía íntimamente ganadora, no quería que tuviera que gastar mucho cuando tuviera que cumplir lo pactado. Cynthia también fue una niña desvalorizada, pero lo de ella fue más doloroso porque ella fue la segunda hija y yo la primera y yo era tan moldeable, tan sumisa, tan complaciente, tan “perfectamente arruinable” bajo un manto de halagos paternos, que ella a mi lado era invisible. Me odió tanto tanto. Y yo la comprendí tanto tanto tiempo después. A mí me jorobaron tanto como a ella, pero yo sufrí más tarde, al sacudirme la influencia de mis progenitores, al despertar. Ella sufrió desde la infancia, desde el principio, porque ella siempre estuvo despierta, y si soñaba lo hacía con los ojos abiertos. Siempre fuimos dos bandos, pero yo, obviamente, no la odiaba ni le tenía bronca por nada, porque no tenía motivos. Nos peleábamos agarrándonos de los pelos, me escupía. Cuando nos mudamos a la casa de Yerbal, en un cuarto dormían Cynthia y José y en otro Laura y yo. Alguna vez hicimos un enroque Laura-José, pero nunca dormimos juntas Cynthia y yo. Pasó el tiempo, nos hicimos amigas, confidentes. Cynthia se equivocaba al hablar y me llamaba “mamá” y a mamá le decía “Lorena”. Si Cynthia discutía con mamá, yo iba para calmarla, sabiendo que podría hacerlo, sintiéndome bien por poder hacerlo. Quizás, inconscientemente, consideraba que de esa manera purgaba toda la culpa que sentía por haber sido la causa indirecta de su padecer infantil, que le devolvía algo de lo que involuntariamente le había quitado.
Pero volvamos a su conversión. Y acá casi puede hablarse de milagro. Si no, júzguenlo por ustedes mismos. Cynthia estaba de novia con P., el joven cobarde del puño pujante, víctima también de otros, pero victimario al fin. Un día P. le dice a Cynthia que tenía que acudir a una reunión con ex compañeros de la secundaria o algo así. Vino a casa, se bañó, le pidió plata prestada. Salió todo perfumado. ¡Un primor!
Laura y Santi, que estaban también de novios, habían salido a pasear y se perdieron por los senderos que se bifurcan de Mataderos. No sabían por qué calle tomar y doblaron en alguna, la primera o la penúltima, como para salir de ninguna a alguna parte. Y acá sí, el que quiera creer en dios y en los santos evangelios, que crea. En esa calle que eligió el azar o dios o el diablo, les pareció ver el fitito de P. Y no sólo el fitito. También les pareció ver a P. besándose en la puerta de una casa con una chica que no era Cynthia ni tampoco, creo yo, una ex compañera de la secundaria emocionadísima por haberse reencontrado con él. De inmediato comprobaron que no era sólo un parecer, que no era una casualidad, que ese alguien parecido a P. al lado de un fitito igual al de P., ¡realmente eran P. y su fitito! Así fue como se enteró Cynthia, por obra y gracia de dios o de quién sea, y terminó la relación con P., y definitivamente encontró la fuerza para congregarse. Esto me deja dos reflexiones: primero, que aunque se convirtió, nunca me pagó la apuesta: Cynthia, me debés un par de pantys; segundo, que hay que tener cuidado con los parientes y/ o conocidos evangélicos, porque, yo no sé por qué, pero tienen una suerte para perderse por ahí y descubrir secretos… Dicen que dios todo lo ve, pero, por más divino que uno sea, tampoco hay que ser buchón!!!



18-11-08
25-11-08

jueves, 22 de enero de 2009

Diario: Nro. 29 - 04-12-08 - Nueva obsesión



Quiero que todos mis zapatos estén guardados en cajas blancas. Cajas blancas con etiquetas blancas con letras negras para identificarlos. De a poco, día a día, voy consiguiendo cajas nuevas, y así cambio el colorido desprolijo de lo heterogéneo por la uniformidad armónica del no color. Es un tiempo de cambios, algunos drásticos, y cuando ya no quedan estructuras a las que aferrarme porque ya no me sirven, me descubro inventando redes suavecitas como telarañas que nada sostienen, pero que me hacen sentir que algo, aunque sea ridículo e insignificante, guarda un orden, una armonía, una proporción, un equilibrio. Hasta el caos necesita una explicación matemática.
El blanco es un nuevo comienzo, es empezar de cero, es nacer, ser nada que será algo.
Los zapatos son mis pies y sus pasos y los caminos que engendremos juntos.
Y yo no comprendo casi nada de lo que hago, porque estoy desorientada y, por momentos, nada parece tener tanto sentido como lograr un paisaje de cuadrados blancos al abrir las puertas del placard.


4-12-08

jueves, 15 de enero de 2009

Diario: Nro. 28 - 03-12-08 - Diciembre



Diciembre. No sé cómo llegué, y sí sé cómo era el camino. Una rutina de grises y ausencias densos adheridos a los edificios detrás de mi ventana delante de mis ojos detrás del sueño. Un paso tras otro paso tras otro paso y la radio para aferrarme al amanecer y poder mirarme al espejo, lavarme los dientes, vestirme de uniforme no obligatorio, preparar el té insoslayable, escribir algo. Y luego la tarea continuaba pasito pasito vereda calle vereda plaza…Era una tarea, y aún, a veces, continúa siéndolo. Pero la música…La música y yo nos hicimos compinches, y fue como un milagro. La música en mis oídos para no escuchar a nadie más en mi trayecto, la música en mis pasos acompasados como un secreto que nadie sabe, la música en mi boca que se mueve dentro de la mímica del canto, la música que emerge y se inscribe en la fotografía de la calle en este instante, y en el que viene después. Y todo parece ser parte de ella, reflejarla, todo parece silencio para que ella lo inunde, lo pinte, lo llene. Todo parece vacío alegre de recibirla, expectante para tomarle las manos e invitarla a bailar. Y yo puedo verlos bailar, y sentir que el aire se me va, que algo me lo quita, y es una emoción, y yo tan seria como un perro malo con las ganas de bailar adentro. Es que no quiero que se dé cuenta el paseador de perros que se acerca por la vereda, ni tampoco el guardia en la puerta de la escuela, ni los empleados de la verdulería de la esquina, ni los barrenderos de cada día, ni los conductores de los camiones que estacionan esporádicamente en esta cuadra al doblar la esquina. Pero algo sucedió un día, porque a veces sonrío. Observo bien a mi alrededor, que no haya nadie, y ocurre. Tal vez lo note el perro relajado, cuyas patas cuelgan como tallos de las rejas de una ventana, y que parece de mentira, tan embargado de quietud. Pero no me importa, y le chisto y me doy vuelta para seguir mirándolo mientras las comisuras se me estiran, de verdad, hasta las orejas.



3 de diciembre

miércoles, 7 de enero de 2009

Monólogo 1: Autorretrato de una obse - 22-08-08 / 25-08-08




Obse es una forma de ser, una forma de vivir. Pero no es fácil ser obse, y la vida obse está muy lejos de ser una vida tranquila. ¿Cómo y cuándo empieza este “trastorno”? ¿Empeora con el tiempo? ¿Es grave? ¿Tiene cura? Seamos ordenados y tratemos de empezar por algún principio (soy obse, qué remedio!!!), si es que hay uno. Sinceramente no sé cómo o cuándo comienza todo, porque no sé si se nace obse ya desde el vamos. Si así fuera, claro, hay que ver quién tiene la culpa, o sea, determinar si dicha “cualidad” supuestamente congénita es o no hereditaria. Porque si se trata de una “característica” hereditaria, si hay genes que predisponen a ser obsesivo, entonces ya parte de la responsabilidad es de los padres. Y si no hubiera fehacientes teorías de base genética como para involucrar a los progenitores desde el mismísimo momento de la concepción, sí existen hipótesis de que su influencia y su constante intervención en la vida del nuevo ser desde el primer llanto contribuyen definitivamente al desarrollo de múltiples neurosis, entre las cuales se cuenta, por supuesto, la de ser obsesivo. Yo no elegí ser obse, como nadie elige ser dulce o introvertido o paranoico. Es la neurosis que me tocó (entre otras, porque a decir verdad no es la única), la que supe conseguir, la que me salió más perfecta. Y se me nota. A veces trato de disimular, porque no todos me aceptan como soy, y eso que yo solamente soy obse conmigo misma y con mis cosas, nunca con los demás. Es decir, para dar un ejemplo, sí me fijo en que mi ropa no se arrugue cuando me siento o cuando me recuesto (incluso el camisón o la remera que use para dormir), pero jamás se me ocurriría decirle a alguien que se apoye de tal o cual manera para evitar que sus prendas queden plegadas como un bandoneón. Lo que pasa es que si la ropa se arruga, queda fea y entonces después hay que plancharla y yo detesto planchar y detesto las arrugas; ergo, estiro mi pollera antes de sentarme y ya no me atormento pensando en que cuando me pare va a quedar surcada de marcas. Si voy a una fiesta y vuelvo a las 5 de la mañana, no puedo irme a dormir sin antes colgar el vestido prolijamente en una percha y luego limpiar los zapatos, que seguramente alguien me pisoteó durante el baile y ante quién disimulé la contrariedad de sentir y saber que toda la basura de sus suelas, junto con la cerveza que se esparció por la pista de baile mientras todos bailaban y tomaban, y los restos de comida que se mezclaron con la cerveza en un asqueroso engrudo, pasaron a mi capellada. Cuido muchísimo todas mis posesiones: mis libros, mis discos, mis películas, mi ropa. Puedo llegar a prestar un libro o una película (después de evaluar cuidadosamente a la persona, se entiende), pero nunca una prenda o un par de zapatos que me gusten mucho; podría ser que la otra persona sea más corpulenta y me ensanche lo que me quedaba perfecto y nunca más será perfecto y ya no lo querré más y tendré que regalarlo. Una frase del tipo “Qué lindos zapatos. Yo calzo lo mismo que vos, ¿me dejás que me los pruebe para ver cómo me quedan?” me puede deprimir bastante, porque no quiero experimentar el rechazo del otro si le digo que no y generalmente digo que sí y sufro cuando veo el pie gordo dentro de mi zapato angosto agrandándose, y entonces no me queda otra salida para escapar mentalmente del momento que me acorrala que pensar que por ahí en la zapatería donde los compré queda otro par igual. Uf, sí, es cansador. Pero no es lo peor. Lo peor, al menos para mí, es la tierra, el polvo. El polvo en las bibliotecas, entre los libros, encima de los muebles, sobre las camperas del perchero de entrada, sobre el piano, la mesa de luz, el televisor, la bicicleta fija, la azucarera sobre la mesa, la cafetera, la heladera, el microondas, los adornos, los portarretratos…Odio limpiar, odio pasar el maldito plumero que levanta toda la tierra y me odio a mí perdiendo el tiempo en esa tarea inútil, porque la tierra seguirá precipitándose mañana y pasado, día tras día hasta el fin de los tiempos. Pero no soporto ver la fina capa de partículas reposando sobre las cosas, así que trato de pensar en soluciones útiles y en lo posible definitivas para no tener que sufrir la amargura de que todo esto ocupe mi mente. Menos mal que soy virginiana (otros dirían “y para colmo de males”), y entonces tengo cierto sentido práctico que me ayuda, que es mi mejor aliado en esta lucha para combatir al enemigo que creo ver afuera pero llevo adentro. Es así que pensé y pensé y pensé (pensé mucho) y adopté una serie de medidas que me ayudan a relajarme un poco. Compré dos bibliotecas con puertas para guardar mis libros y así nunca más padecer la visión de la tierra gris acumulándose por encima de sus hojas. Puse todos los adornos pequeños también dentro de las bibliotecas. Tengo un escritorio de esos que tienen una persiana, tipo secreter, así que el polvo no se junta entre los bolígrafos, o en el porta cinta adhesiva, o en la abrochadora. Pero mi mejor adquisición fue una aspiradora manual. Ah, qué aliada maravillosa !!!! Tengo cabellos largos, así que cada vez que me peino el baño queda regado de ellos, más la pelusa que obviamente se encuentra en todas las casas. Una pasada de mi amiga portátil, y listo. También descubrí que sirve para hacer desaparecer las migas que se caen al piso luego de cualquier comida (el hojaldre es uno de los componentes que más se disgrega), o incluso las que se desparraman encima de la mesa. Yo digo que esa aspiradora me ayuda a conservar mi salud mental cuando algo simplemente se desmenuza en el lugar equivocado. Lo que de veras detesto y que desencadena mi furia es cuando un saco, una remera, una revista, un libro, una cartera, cualquier cosa mía, se cae al piso. O algo lo salpica ensuciándolo. Si estoy sola es más fácil, porque me puedo explayar en el ataque de nervios sacudiendo la cosa en cuestión que se haya caído como si estuviera tratando de revivir a un muerto o en medio de un exorcismo, y nadie puede mirarme y pensar que actúo como desquiciada. Pero si hay alguien, sufro en silencio, salvo que la persona tenga conmigo la confianza suficiente como para que yo pueda expresarme sin sentirme avergonzada por esta debilidad, mi “talón de Aquiles”. Hace poco fui a la casa de una amiga; ella no estaba, pero sí su hijo encantador que me convidó un café. Mi torpeza hizo que el café se derramara encima de mi cartera nueva. No sé si me explico: el café, que se pegotea todo (encima tenía azúcar), que mancha todo con gotas marrones. Y yo miraba mi cartera, que por suerte es de un material sintético, mientras pensaba horrorizada en los cierres, que además del metal tienen un borde de algodón que el café iba a manchar. Al pobre chico no lo iba a asustar con un brote neurótico, así que pensé que tenía que controlarme por él y le pedí papeles absorbentes con los que limpié todo. Claro que, una vez fuera del edificio, revisé mi cartera centímetro por centímetro. Afortunadamente no quedó ninguna mancha. Generalmente si algo se me cae al suelo y sé positivamente que el suelo estaba limpio, sólo lo sacudo. Pero si el piso estaba sucio y se trata de una prenda, va directamente al lavarropas y recién me quedo tranquila y sintiendo que el equilibrio se restaura cuando huelo el suavizante impregnado en la tela. Una vez me pasó algo de verdad terrible. En la casa familiar teníamos aproximadamente 8 gatos, además de dos perros, peces y una tortuga. Pero el problema mayor para mí eran los gatos, casi todos ellos blancos y peludos, sobre todo esto último. ¡Qué vida cómoda que llevaban los desgraciados! Les gustaba dormir en las sillas donde nosotros nos sentábamos para comer, así que yo solía desalojarlos al grito de “¿qué se piensan ustedes, que éste es un hotel 5 estrellas para gatos?”. Sí, se iban, pero dejaban las sillas cubiertas de pelo blanco, así que si uno se sentaba se le adherían a la ropa; en esa época incorporé la costumbre de poner una bolsa de residuos nueva extendida sobre el asiento, que luego de usar doblaba prolijamente para poder usarla nuevamente del mismo lado impoluto. Pero ésta de despelusarse no era la única gracia de los blancos felinos. También orinaban y defecaban en donde se les ocurría, especialmente en el piso de la cocina durante la noche, con lo cual cuando yo, que era la primera que desayunaba, entraba en la cocina por la mañana, me encontraba con sus repugnantes y apestosos desechos. Mi mamá, que es pisciana y nació para sufrir, todos los santos días, mientras yo preparaba mi desayuno, echaba lavandina y limpiaba. Así que invariablemente todos los días, si no desayunaba con olor a mierda, me intoxicaba con amoníaco. Y yo lo único que pedía es que durmieran en tremendo patio que teníamos!!! No, no era que los odiaba, sólo que quería tenerlos lo más lejos posible. Bueno, toda esta intro es para que puedan imaginarse lo mal que me sentí cuando me pasó lo que les voy a contar. Sucedió un día, y si no era ése iba a ser otro, que, como tantas otras veces, el pasillo que daba a los dormitorios estaba regado de amarillos e inmundos fluidos de esos animales del demonio. Yo corría apurada por el pasillo desconociendo ese hecho porque la luz estaba apagada y resbalé con la invisible orina. Caí RECOSTADA sobre ella. Cuando me di cuenta apenas podía soportar la humillación que sentía. Mis hermanas se reían y yo quería morirme mientras gritaba, abochornada y ultrajada. ¡¡¡¡¡Malditos gatos, ensuciaban todo y yo tenía que tomar precauciones para sentarme en una silla que debería haber estado limpia, para desayunar sin morir en el intento de tragar un té con leche conteniendo la respiración y ahora para caminar por un pasillo al que no deberían haberse ni siquiera asomado!!!!! Me saqué la ropa, la tiré en el lavarropas, y corrí a ducharme y a lavarme la cabeza. Creo que lloré de impotencia. Para mí fue dramático, pero al resto le resultó bastante divertido; tanto es así que incluso la anécdota fue evocada en medio de una cena de festejo de cumpleaños, y tuvo mucho éxito, a juzgar por las carcajadas de todos. Menos las mías, obviamente, y muy especialmente si se tiene en cuenta el hecho para nada menor de que el cumpleaños que se celebraba era el mío. A pesar de mi expresión miserable, la narración de mi infortunio fue todo un suceso. El tema es que como soy muy obsesiva también con mis cumpleaños, preocupándome de que todo salga perfecto, de que todos se diviertan, no sé en realidad qué pesó más, si el hecho de sentirme injuriada porque se reían de mí o el de sentirme aliviada porque todos se reían (aunque fuera a mi costa) y lo estaban pasando bien. Es complicado de entender, lo sé. Así que como queda expuesto, ser obse no es una elección, sino más bien una complicación, una contrariedad. No es contagioso, y creo yo que tampoco es genético, porque mi papá no era obse, y mi mamá es todo lo contrario a un obse (¿cómo pude vivir con ella tantos años?). Esta última acotación, sin embargo, sí podría reforzar la teoría de que la influencia de algún progenitor puede determinar el posterior desarrollo de la neurosis en cuestión, concretamente como una reacción del vástago a un extremado desbole ambiental al que se ve sometido diariamente en estado de total indefensión. Precisamente el carácter obse surgiría como un mecanismo defensivo en estas situaciones. A mí algo de esto me pasó, aunque no creo que me haya condicionado de manera categórica. Digan lo que digan, critiquen lo que critiquen, los obses la mayoría de las veces somos útiles para el resto, y nuestra “cualidad” puede aprovecharse en aras del bien común. ¿Qué otro miembro de una familia tiene prolijamente anotadas las fechas de vencimiento de los servicios e impuestos, y hasta sabe cuando no llegó una boleta que está por vencer para reclamarla, eh? ¿Qué otro individuo tiene una lista de supermercado elaborada con los más mínimos detalles para no olvidarse de comprar algo que se nos fue de la cabeza? ¿A qué otra persona se le puede prestar un libro o un disco y tener la seguridad de que lo va a devolver intacto? ¿Quién es el que ordena los placares para que la ropa pueda encontrarse fácilmente? ¿Quién les coloca fundas a los tapados y camperas y frazadas guardados para que no se ensucien y no se los coman las polillas? ¿Qué otro sale de bañarse y deja el baño impecable para el próximo usuario? ¿Qué otro selecciona el tipo de ropa y lavado para que la ropa blanca pueda lavarse con un blanqueador que la deje inmaculada, y la ropa negra con polvo especial para colores oscuros para que las prendas no se tornen de un gris arratonado horrible? Está bien, reconozco que a veces exageramos porque yo soy de esas personas que tienen sus zapatos en cajas que en su frente indican con una etiqueta qué zapato es y el número. Pero no se puede negar que este trabajito simplifica la tarea de buscar, sobre todo si uno es de esa clase de personas a las que les disgusta perder el tiempo en una tarea tan improductiva. Haciendo un pequeño análisis, creo que básicamente hay dos situaciones que pueden molestar a aquellos que estén cerca de nosotros. Una, es ser testigo de un “ataque” de furia cuando algo se cae, algo se ensucia, o algo simplemente no está como uno quiere. Ojo, no pasa en todas las situaciones. En mi casa todo tiene su lugar, pero si viene una amiga y lo mueve a otra posición para mí inconveniente porque puede caerse o ensuciarse, simplemente lo muevo de ese lugar. Otra cosa distinta es que un huevo explote en el microondas y ensucie todo el interior. Ahí tengo ganas de romper la bandeja de vidrio del horno mientras me digo “a mí todo me sale siempre mal, soy una estúpida” y lloro de impotencia (bueno, ya no lloro, así que voy mejorando). La otra situación tiene lugar cuando la otra persona que está frente a nosotros obses no acepta que uno es así. No me gusta que la gente se siente y al cruzar las piernas me ensucie con la suela de su zapato el pantalón o la media. No lo soporto. Así que, teniendo en cuenta esto, cada vez que me encuentro con personas que tienen esa costumbre, suelo buscar una posición segura o me pongo ropa elegida especialmente para que si alguien estira los pies y me ensucia no me importe. Es más, hasta me anticipo unos días antes imaginando cómo nos vamos a distribuir alrededor de la mesa, por ejemplo. Y hay personas a las que les molesta que yo tome mis recaudos. ¿Por qué? Si yo no polemizo, ni maltrato al otro, ni nada. Solamente hago algo que a mí me evita tener que estar temiendo que pueda ocurrir algo que me va a perturbar y me va a impedir disfrutar del encuentro. Pero no todos tienen ganas de comprender cuando uno dice que no come la pizza si el tomate no está triturado, o si tiene rodajas de tomate o si tiene cebolla o si tiene verduras cocidas (la rúcula fresca en la pizza me encanta). Yo no comía verduras, pero hace poco descubrí la única ensalada verde que me gusta: espinaca, albahaca y rúcula, con trocitos de muzzarella. Es un progreso innegable, considerando que yo no comía nada verde, a excepción de la tarta pascualina que hace mi mamá que, como es madre y me quiere, me entiende y la lícua. Pero esto no quiere decir que yo sea difícil con las comidas, sino simplemente que hay cosas que no como. Milanesa con papas fritas, o con un huevo frito, salchichas, hamburguesas, papas, fideos, arroz (sin mezclar con vegetales, claro), los como sin problemas. Creo que los problemas empiezan cuando se incorporan los colores de verdulería. No somos una lacra, por favor no nos prejuzguen ni nos miren así. A veces podemos ser insoportables para el que accidentalmente resulta espectador de uno o varios brotes. Pero si resulta que somos buenas personas (como pasa con todo, hay obses buenos y obses malos, porque la condición neurótica no determina la calidad de ser humano), nuestros amigos nos quieren mucho, y de verdad. Mi mejor amiga me contuvo hace poco telefónicamente, ya que la llamé desesperada por una nimiedad que en su momento me resultó una tragedia. Me compré un par de zuecos, no muy baratos que digamos. Cuando llegué a mi casa y me los probé a los dos, noté que uno de ellos tenía el elástico que hace presión en el empeine más estirado que el otro. Un zueco me quedaba ajustado. El otro medio suelto. Me dio un ataque de nervios por sentirme estúpida, por no haber tenido en cuenta el probarme los dos antes de irme del negocio, porque eran un artículo caro. Consideré todo lo que debía hacer para recuperar la tranquilidad. Ir al local, informar el problema (sí, la verdad me avergonzaba muchísimo, porque sé que soy una persona rara, no pienso que ser así es normal: qué tendría que decir “un elástico está unos milímetros más flojo que el otro?”), ver si me cambiaban el par por otro igual; además se complicaba todo porque el ticket decía que los cambios se realizaban por la mañana y yo no puedo dejar de trabajar para ir a cambiar unos zuecos. Me imaginé la intransigencia del vendedor al decirle que iba a la tarde porque no podía ir a la mañana, podía ver su cara desestimando antipáticamente mi pedido, y pensando que yo era una maniática que iba a fastidiarlo con una extravagancia cuando ya tenía su cuota de clientes pesados cubierta. Mi amiga me escuchó pacientemente en mi angustia, me volvió a la realidad de la circunstancia que yo estaba sobredimensionando, pero no haciéndome sentir una imbécil, sino conteniéndome y mostrándome que no había nada que temer; me tranquilizó con muchísimo afecto. Al día siguiente fui, casi pidiendo disculpas por ir después del mediodía, y los vendedores me atendieron con la más absoluta cordialidad. No parecían pensar, como yo había imaginado, que yo era una freak. Me trajeron varios pares para probar, pero no tenían otro como el que yo quería en mi número. Pregunté si me podían averiguar en otra sucursal y lo hicieron. Afortunadamente sí había un par en la sucursal de Caballito, así que hacia allá me desplacé en busca del paraíso perdido. Los vendedores de esta segunda sucursal me trajeron el par, pero…al mirarlo bien, noto que la base es diferente, éste par tiene varios centímetros más. Yo soy muy alta y casi ni uso taco, así que no iba a llevar éstos. Parece ser que el fabricante les envió el mismo modelo pero con una base distinta, ya que de hecho se los informó en una nota que había adjuntado al pedido de stock de la zapatería, y que los vendedores me enseñaron en el colmo de la amabilidad. Y ahí terminó mi periplo, conmigo y mi obsesión por la perfección saliendo por la puerta de la zapatería vencidas por las circunstancias, y diciéndoles a los vendedores que bueno, que no quedaba más remedio que estirar el otro elástico para que pudiera sentir los dos zuecos por igual. Estaba transpirada por los nervios que había vivido al sentir que me había expuesto a que se burlaran de mí, a que me rechazaran o a que me maltrataran por ser tan detallista, tan minuciosa. Pero, al fin de cuentas, me sentía feliz porque ninguno de mis pronósticos nefastos se había cumplido; al contrario, me habían tratado maravillosamente bien, y yo había podido mostrar lo que considero una debilidad sin sentirme condenada. Ahora uso mis zuecos todos los días, y la verdad, si no insisto en tratar de detectar la diferencia, los siento iguales. Aprendí que no era tan grave, pero tuve que pasar por la experiencia, que es la única que puede vencer una anticipación errónea o un prejuicio. La vida no es simétrica, no es perfecta, no es predecible, no es controlable; todo se deteriora, todo puede arruinarse, a todo puede encontrársele un defecto y todo puede salir mal a pesar de los cálculos más exactos. A veces, cuando estoy comprando algo y entre varios objetos similares decido que uno es el que más me gusta y lo miro bien y le encuentro alguna falla, lo elijo de todas maneras, pensando que si todos los que pudieran verlo detectasen la falla, nadie lo elegiría. Sí, estoy muy mal, puedo sentir compasión por un portasahumerios roto o mal pintado. En este caso, esa compasión absurda aumenta mi tolerancia hacia lo imperfecto. Es una anécdota en miniatura. Creo que el problema principal de nosotros los obses, es que queremos controlar todo; si la vida está bajo control, si podemos anticipar todo lo que nos puede pasar y tener soluciones de antemano, si todo está en orden, nos sentimos seguros. ¿Es porque realmente, en nuestro inconsciente, nos afecta si un pulóver no está en su lugar? No, claro que no, pero mejor preocuparse por eso, conscientemente, que por la muerte, la enfermedad, la pérdida, todo lo que puede pasar y no se puede controlar (mientras escribía esto tuve un lapsus: escribí “todo lo que no se puede pasar”, así que mi inconsciente apareció diciendo “me llamaban?”). Me veo a mí misma desde afuera ahora, y me conmueve darme cuenta de todo el afán que he puesto en desarrollar una estructura que me atrapa sólo para sentirme segura. No es lo mismo orden que obsesión por el orden; cuando uno se obsesiona sufre, porque siente que está todo mal, que algo malo puede pasar, que uno es vulnerable. Creo haber mejorado mucho, gracias a la comprensión de toda la parte invisible del proceso, o sea el inconsciente, que somos mis miedos y yo, y por supuesto, al hecho de tener más años de terapia que Woody Allen, lo que no es poco decir. La vida a veces también ayuda: nos da una estocada, o nos patea el tablero, y entonces uno se da cuenta de que el problema no está en que las fichas no estén en su lugar, porque ya no existe el lugar en el que estaban y uno sigue estando tan entero como antes, aunque cueste bastante trabajo darse cuenta de ello; el verdadero trabajo es, precisamente, aprender a darse cuenta de ello. Y hay que barajar de nuevo, y encontrar la creatividad que permite jugar con las circunstancias y hacerlas infinitas, multiplicarlas, poder ver todas las posibilidades que nos impedía nuestro miedo. La creatividad puede hacernos sentir todopoderosos, porque uno se da cuenta de que donde no había salida puede crearla, competir con la vida en una carrera para ver a cuál de los dos se le ocurren las cosas más inimaginables, las posibilidades más impensables, jugar con lo imposible, ver quién sorprende a quién. Y entonces uno ve que aunque no pueda controlar todo, ni evitar lo desagradable, siempre puede enfrentarse al desafío de tratar de encontrar un camino nuevo, uno que nadie nos mostró todavía, uno que hay que encontrar por uno mismo.


22-08-08
25-08-08