viernes, 29 de mayo de 2009

Diario: Nro. 37 - 07-05-09


Esta es mi tumba. La calle de todas las noches y todas las tardes, pero tan diferente: la de la noche encierra el secreto de mi vida y de mi muerte, y es el asfalto quien me confiesa como un sacerdote al que le miro los ojos tan cerca de los míos como si pudiera tocarlos, apoyando mi mano contra su negrura tan cerca de mis manos tan cerca de mí como el aire que parte de mí y me llama viva. Y sé que si doy un paso podría besarle los labios agrietados y poceados mientras las ruedas ciegas e inocentes caen en mi trampa de triturarme las costillas. Pero miro la luz verde y ya no juego a morir, juego a vivir. Cruzo, camino, no miro, tengo miedo, quiero llegar al lecho que no es más mi cama en mi no casa, pero todo parece y sigo moviendo las fichas. Estoy sin lugar, sin ser.
“Hola, ya llegué”, para que no se preocupe la única persona que me ama como nadie. Cambio la voz, porque también me conoce de una manera en que no me conoce nadie. Y tengo que calentar los restos de la comida que me preparó hace diez días porque se puede pudrir y los alimentos no se tiran; no tengo hambre pero voy a comer igual, porque además hace dos días que no como mis semillas, de lino, de chía, de sésamo, y lo ideal para llevar una vida saludable es ingerirlas diariamente. Así que caliento dos rodajas del pan de carne y les agrego sal y cucharaditas de semillas. Piedad para ese pedazo de carne picada relleno de jamón y roquefort, piedad, porque tirarlo sería un crimen, dejar que se pudra sería un crimen y me sentiría culpable de no haber hecho lo correcto. Y los frascos me provocan, porque no cierran bien en mis manos temblorosas, y me quiero lastimar pero mientras pienso que sería mejor tragar la cena aunque me cueste y me caiga mal por culpa del llanto. Luego lavo todo, para que mañana todo esté seco y pueda guardarse y yo esté nuevamente lista para ofrecerme a las veredas, al puente, a las hojas secas, al tren que pasa junto a la casa pobre que tiene un techo hermoso, fecundo de lilas, el más sublime y amable y generoso de un barrio que padece de rictus de cactus. Yo te saludo sin detenerme porque debo perderme sin demoras entre callecitas de escenografía abandonadas en el sol; me lleva de la mano la rutina porque me esperan los candados que abro todos los días, los vidrios que tienen huellas de dedos y narices y pegotes en sus caras lisas, la escoba, los pisos, los guantes de goma para que no se arruinen las manos al escurrir el trapo de piso, el mate dulce, la sonrisa inexplicable, la cortesía inevitable, el buen humor anudado al resorte del misterio que nadie quiere descubrir, tal vez porque buscar y encontrar el vacío de un dolor resulte una pérdida de tiempo para la mayoría de las personas. Los instantes son kilómetros de máscara, escudo y silencios.


7 -5-09