viernes, 10 de octubre de 2008
Diario: Nro. 11 - Mudanza - 5 y 6-05-08
El sábado me levanté a las 6.25. Los de la mudanza llegarían a mi casa, o mejor dicho, la casa, a las 7.30. Yo esperaría en el departamento nuevo que trajeran las cosas de mamá, porque la idea de ver cómo desmantelaban la casa, mi casa, me angustiaba.
El día había llegado, pero en realidad estaba muy lejos de ser “el día”, así, en singular. Fue mucho más que eso, fueron varios días los que presenciaron el desgarro. Porque mamá tiene muchos libros, muchas ollas, muchos adornos, y tanta pero tanta pero tanta mugre, que no pude menos que enfurecerme con ella cuando empezaron a bajar sus cosas llenas de tierra en el departamento que yo recién había barrido.
Los días anteriores habíamos vaciado placares con Laura. Y nos habíamos reído de mamá y su imposibilidad de deshacerse de las cosas porque “eso me lo regaló la Sra. De Gómez” o “yo lo quiero mucho”. Le mostrábamos algo para que decidiera qué hacer, y ante la respuesta que derramaba su sensiblería por un objeto que no había mirado en los últimos veinte años, cruzábamos una mirada cómplice y nos reíamos. Claro, también llegaba un punto en que mi impaciencia por ese acopio inútil, por ese amor estridente por un plato roto o una figura de porcelana sin cabeza hacía que le gritara fuerte y no habláramos por un rato. Y ahora sé que yo no tenía ningún derecho a enojarme así, ahora la comprendo, pero también me comprendo. ¿Cuántas cosas encontramos que para mí no significaban nada y sin embargo no pude deshacerme de ellas? ¿Cuántas cosas “me dieron lástima”, como a ella, y me las traje a mi casa sin saber adónde iba a guardarlas? Eran sus cosas, y también las de papá, y yo le estaba pidiendo, exigiendo, que las desechara, que no sintiera nada por un cenicero que ahora nadie usa pero que alguna vez recogió las cenizas de sus cigarrillos durante una guitarreada con amigos. ¿Cuántos momentos compartidos puede contener un pedazo de vidrio? ¿Cuánta soledad puede sentirse al mirar la única copa que quedó de un juego completo? ¿Y cuánta soledad puede sentirse cuando un hijo dice “tirá eso” y no sabe el verdadero significado de eso y no hay forma de explicárselo, ni tiempo? Entonces surgía la pelea, la discusión, “yo me voy” le decía furiosa por tener que ayudarla a guardar en cajas todas “sus porquerías” de las que ella no quería despedirse. “Ella junta todo eso y después tengo que ordenarlo yo”, “yo dejo de hacer mis cosas para venir a ayudarla y ella se encapricha y no colabora en nada”, porque todo no entra en la casa nueva, no puede entrar, es imposible. Así que yo me reservo el derecho de admisión y tomo la decisión de qué cosas pueden franquear la puerta y cuáles no. Y prejuzgo por la apariencia, y creo saber en mi ignorancia.
Ese sábado creí que las cosas serían más tranquilas para mí, porque una vez que trajeran todo una etapa habría concluido. Error. Las etapas concluyen en etapas, previas y posteriores.
Me avisa Anita, la esposa de mi hermano, que “ya van para allá”. ¿Cómo? No, yo no quiero tener que estar a cargo de nada, quiero que otro hable con los de la mudanza y les dé indicaciones. ¿No era que mamá vendría con ellos? “¿Querés que vaya alguien?” Sí, por favor yo sola no puedo porque estoy arriba y alguien va a tener que sostener la puerta de entrada y además no quiero tener que hablar con nadie. Oigo a Laura que dice que viene ella y me quedo más tranquila, porque Laura es ecuánime, no se altera como yo por nada, y va a saber qué hacer o qué decir y lo que está bien o no.
Llegaron. Estuve ayudando a bajar las cosas que subían por el ascensor y luego procedí a acomodarlas. Y ahí empezó todo lo que yo temía. Porque escuché desde el departamento el ruido de un vidrio que se rompía, y ya me angustié. ¿Habrían roto el vidrio del modular de mamá? ¿Habría que enojarse con ellos por su torpeza? ¿Tendría que reprenderlos? Le mandé un mensaje a Laura que estaba abajo sosteniendo la puerta avisándole. El modular no podía ser. Esperamos un poco y finalmente nos enteramos de que habían roto el espejo del ascensor.
Luego pasó lo de la rayadura del modular, una rayadura tremenda, horrorosa. El modular no salía del ascensor, así que uno de los peones lo empujó para que sí saliera. Estos tipos eran para una mudanza como haber contratado un carnicero para hacer un triple by pass. Se supone que ése es su trabajo, que tienen experiencia, que lo hacen bien. No hay que suponer nada, o suponer y suponer también los riesgos.
Llegó mamá con los ojos enrojecidos y ya me enojé. Ella y su sensiblería, su necesidad de cargar de dramatismo todo, de que todos “vean” cómo sufre. Yo también sufro y no ando por ahí mostrándoselo a todos. ¿Es que no tiene pudor? La furia me inundó, y la insultaba por dentro, y le hablaba como un cuchillo afilado por fuera de mi boca. Yo estaba cansada por tanto trabajo de tantos días, y encima tenía que verla sufrir recordándome la tristeza dormida detrás del alboroto. Y tenía que guardar sus cosas, los cientos de libros que ella no iba a leer, las enciclopedias que ni siquiera había encuadernado y que se agolpaban en el placard del cuarto chico, igual que se agolparon durante más de veinte años en la otra casa sin que nadie las leyera ni las rescatara de donde yo las había puesto. Y seguirían muertas en un placard, en otro placard, y probablemente las tendré que rescatar yo de ese mismo lugar en donde las coloco ahora cuando mamá se muera. Es que todo este proceso tiene un regusto a muerte, a náusea. Puedo verme dentro de no sé cuántos años haciendo algo parecido a esto, a este orden, a esta selección de objetos, de posesiones. Vaciando todo de ella, de sus cosas, de su desorden, con este mismo nudo en la garganta. Y no hay nada qué hacer, es irremediable, hoy estoy recordando un pedazo de futuro.
Me enojé, le grité, me voy a casa. A mi casa a descansar. Salimos con Anita y me dice que se va a “la casa vieja”, la que estamos dejando para siempre, la que acaba de dejar mamá y donde ella aún vive con mi hermano. Como no quiero que nada escape a mi control, mi inagotable adrenalina me conduce hacia el mismo lado, hacia la casa, porque sé que todavía quedan algunas cositas mías y quiero sacarlas antes del derrumbe, de la partida definitiva. Nos volvimos juntas y decidimos ordenar un poco, porque mamá se fue y dejó todo como estaba: el escritorio en su habitación tapizado de papeles y de polvo y de películas en video, la mesa de la cocina con cosas, libros, plantas, la ropa limpia. Anita me dice “tu mami es como si se hubiera ido a visitar a alguien y volviera enseguida. Dejó todo, como si no se hubiera ido”. Tiene razón, yo no me había dado cuenta y saco mis palabras de adentro y broto en improperios “y todas sus mierdas, y ella junta y nosotros tenemos que ordenárselas, y por eso junta”. Porque ella se fue, mostró sus lágrimas y su esclerótica surcada de capilares rojos, pero al entierro no viene. ¿Para qué? La fuerza para el sepelio, la decisión tenaz para el corte quirúrgico en medio de tanta sangre, la frialdad que acompañan irremediablemente las lágrimas, ésa es mía, me toca a mí, porque Laura tiene su mudanza y hace lo que puede, Cynthia está trabajando, y José está estudiando y no puede perder el tiempo si quiere llegar para el examen. Así que el orden es mío, la pulcritud de este muerto es mía, yo lo tengo que lavar y amortajar para velarlo y enterrarlo, porque nadie más va a hacerlo, porque ese rol nadie lo quiere y yo siempre termino asumiéndolo porque no soporto que todo quede así, tirado por el piso, mezclado con la tierra. No puedo abandonar todo esto así porque puedo explotar de congoja.
Anita me ayuda a amontonar las cosas de todos por sectores en el living comedor, así será más fácil para cada uno cuando tengan que llevárselas. Luego ella se encargará del baño de mamá, mientras yo veo qué quedó en el dormitorio. Saqué las cosas del escritorio y las fui colocando en bolsas para poder dejarlo vacío para que Cynthia se lo lleve. Junté varias bolsas con cosas para analizar una por una, como deshojar una margarita, muchas margaritas, “se tira, no se tira”. No hay que olvidarse de las cosas que quedan en el placard, que por ahora quedan ahí pero va a haber que sacarlas. Anita no puede más, así que abandona su parte en la tarea titánica que no le corresponde e igual desempeña y quedo sola con la basura y las bolsas llenas de bártulos.
Barrí la que fue durante veinticuatro años la habitación de mamá, ahora vacía. Y sentí que era mi acto de amor para esa casa, tan vacía ahora como cuando la elegimos. Sentí que le devolvía la dignidad pisoteada por el abandono, el cuidado y la consideración que se perdieron con los años pero más que nunca este sábado. Y lloré mientras lo hacía, mientras me dolían las ampollas que se me hicieron en las manos de tanto haber barrido el departamento nuevo, pero el dolor de las lágrimas no era el de mis manos, era otro. Era por esa bruma en ese cuarto, esa luz de atardecer gris y blanco que me mostraba las pareces vacías, el piso vacío, la habitación llena de aire, la serenidad de la muerte, la entereza con la que la casa aceptaba el silencio.
Fui al living comedor y empecé a seleccionar cosa por cosa de cada bolsa anónima, esto sirve, esto no sirve, esto no sé de quién es, esto es de mamá, este videocasete no tiene rótulo, se tira, pero como es plástico va en una bolsa distinta que este papel…
Me llega un mensaje de mamá: “estoy preocupada, contestáme”. ¿Qué le digo? ¿Qué la odio por tener que hacer todo esto? ¿Qué ella tiene la culpa? “Estoy ocupada”, respondí. Y estuve diplomática, porque la respuesta completa era “estoy ocupada tirando tus mierdas”. Todavía tenía mucha bronca, además de hambre.
Anita se fue a verla, así que aprovechó para llevarle cosas como su bata de toalla, que dejó colgada en el baño. A mí me quedaba bastante todavía.
Terminé alrededor de las 22 hs. Todo estaba clasificado: las cosas de mis hermanos, la basura. Por fin. Me iría a mi casa, me bañaría, me prepararía un fernet con coca y me metería en la cama. Anita volvió de lo de mamá y me contó que le había dicho que yo estaba enojada con ella. No es que estaba enojada, estaba furiosa, pero no enojada, porque no es que mi mamá había dicho o hecho algo ese sábado sino que ese sábado yo tenía que ocuparme de cosas que ella debía hacer y ni siquiera se daba cuenta. Hasta la gata quedó por ahí aguardando una despedida...
Bueno, me voy a casa, no doy más. Me saqué la ropa sucia de polvo y me puse un pantalón de verano y una musculosa que seguramente sería poca ropa porque había refrescado. Estaba caminando por la calle y recibo un mensaje de mamá: “¿Cómo estás? Yo estoy triste porque extraño mucho”. Le contesté que estaba yendo a mi casa a descansar. Otro mensaje “te quiero mucho nunca te olvides de eso”. Ahí supe que estaba llorando. ¿Y ahora? ¿Qué hago? ¿La dejo sola? Odio que las personas sufran solas, porque es lo más triste que puede sentirse. “Puta, estoy cansada, tengo frío, tengo hambre, tengo ganas de pensar en mí ahora”.¿Qué hago? ¿Pienso en mí, en mis planes para esa noche, como me lo merecía? ¡¡¡¡¡¡¡¡Claro que me lo merecía!!!!!!!!¿O pienso en ella? Y pensé que pensar en alguien que uno quiere es de alguna manera pensar en uno, por ese amor que sentimos y que hace que el otro sea importante, y su alegría sea importante, y su tristeza sea importante. Y pensé “no sé si matarla o pedirle que me prepare la cena”, y me reí. Y caminé hacia su nueva casa. Y ella tenía los ojos colorados cuando me preguntó si había comido algo y se levantó para prepararme una milanesa de pollo y estaba contenta de poder alimentarme. Y hablamos de todo, y le hablé de mi furia y no sé bien si me entendió, ni tampoco sé si yo la entendí. Ella estaba contenta de verme allí con ella, y yo estaba satisfecha de ayudarla a sentirse mejor con tan poco. Y no terminó todo ahí, porque ya pasaron nueve días y todavía hay desorden, cosas para no olvidarse, cansancio, moretones en los brazos y las piernas de tanto cargar cajas... Pero se acabó la furia.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario