miércoles, 7 de enero de 2009

Monólogo 1: Autorretrato de una obse - 22-08-08 / 25-08-08




Obse es una forma de ser, una forma de vivir. Pero no es fácil ser obse, y la vida obse está muy lejos de ser una vida tranquila. ¿Cómo y cuándo empieza este “trastorno”? ¿Empeora con el tiempo? ¿Es grave? ¿Tiene cura? Seamos ordenados y tratemos de empezar por algún principio (soy obse, qué remedio!!!), si es que hay uno. Sinceramente no sé cómo o cuándo comienza todo, porque no sé si se nace obse ya desde el vamos. Si así fuera, claro, hay que ver quién tiene la culpa, o sea, determinar si dicha “cualidad” supuestamente congénita es o no hereditaria. Porque si se trata de una “característica” hereditaria, si hay genes que predisponen a ser obsesivo, entonces ya parte de la responsabilidad es de los padres. Y si no hubiera fehacientes teorías de base genética como para involucrar a los progenitores desde el mismísimo momento de la concepción, sí existen hipótesis de que su influencia y su constante intervención en la vida del nuevo ser desde el primer llanto contribuyen definitivamente al desarrollo de múltiples neurosis, entre las cuales se cuenta, por supuesto, la de ser obsesivo. Yo no elegí ser obse, como nadie elige ser dulce o introvertido o paranoico. Es la neurosis que me tocó (entre otras, porque a decir verdad no es la única), la que supe conseguir, la que me salió más perfecta. Y se me nota. A veces trato de disimular, porque no todos me aceptan como soy, y eso que yo solamente soy obse conmigo misma y con mis cosas, nunca con los demás. Es decir, para dar un ejemplo, sí me fijo en que mi ropa no se arrugue cuando me siento o cuando me recuesto (incluso el camisón o la remera que use para dormir), pero jamás se me ocurriría decirle a alguien que se apoye de tal o cual manera para evitar que sus prendas queden plegadas como un bandoneón. Lo que pasa es que si la ropa se arruga, queda fea y entonces después hay que plancharla y yo detesto planchar y detesto las arrugas; ergo, estiro mi pollera antes de sentarme y ya no me atormento pensando en que cuando me pare va a quedar surcada de marcas. Si voy a una fiesta y vuelvo a las 5 de la mañana, no puedo irme a dormir sin antes colgar el vestido prolijamente en una percha y luego limpiar los zapatos, que seguramente alguien me pisoteó durante el baile y ante quién disimulé la contrariedad de sentir y saber que toda la basura de sus suelas, junto con la cerveza que se esparció por la pista de baile mientras todos bailaban y tomaban, y los restos de comida que se mezclaron con la cerveza en un asqueroso engrudo, pasaron a mi capellada. Cuido muchísimo todas mis posesiones: mis libros, mis discos, mis películas, mi ropa. Puedo llegar a prestar un libro o una película (después de evaluar cuidadosamente a la persona, se entiende), pero nunca una prenda o un par de zapatos que me gusten mucho; podría ser que la otra persona sea más corpulenta y me ensanche lo que me quedaba perfecto y nunca más será perfecto y ya no lo querré más y tendré que regalarlo. Una frase del tipo “Qué lindos zapatos. Yo calzo lo mismo que vos, ¿me dejás que me los pruebe para ver cómo me quedan?” me puede deprimir bastante, porque no quiero experimentar el rechazo del otro si le digo que no y generalmente digo que sí y sufro cuando veo el pie gordo dentro de mi zapato angosto agrandándose, y entonces no me queda otra salida para escapar mentalmente del momento que me acorrala que pensar que por ahí en la zapatería donde los compré queda otro par igual. Uf, sí, es cansador. Pero no es lo peor. Lo peor, al menos para mí, es la tierra, el polvo. El polvo en las bibliotecas, entre los libros, encima de los muebles, sobre las camperas del perchero de entrada, sobre el piano, la mesa de luz, el televisor, la bicicleta fija, la azucarera sobre la mesa, la cafetera, la heladera, el microondas, los adornos, los portarretratos…Odio limpiar, odio pasar el maldito plumero que levanta toda la tierra y me odio a mí perdiendo el tiempo en esa tarea inútil, porque la tierra seguirá precipitándose mañana y pasado, día tras día hasta el fin de los tiempos. Pero no soporto ver la fina capa de partículas reposando sobre las cosas, así que trato de pensar en soluciones útiles y en lo posible definitivas para no tener que sufrir la amargura de que todo esto ocupe mi mente. Menos mal que soy virginiana (otros dirían “y para colmo de males”), y entonces tengo cierto sentido práctico que me ayuda, que es mi mejor aliado en esta lucha para combatir al enemigo que creo ver afuera pero llevo adentro. Es así que pensé y pensé y pensé (pensé mucho) y adopté una serie de medidas que me ayudan a relajarme un poco. Compré dos bibliotecas con puertas para guardar mis libros y así nunca más padecer la visión de la tierra gris acumulándose por encima de sus hojas. Puse todos los adornos pequeños también dentro de las bibliotecas. Tengo un escritorio de esos que tienen una persiana, tipo secreter, así que el polvo no se junta entre los bolígrafos, o en el porta cinta adhesiva, o en la abrochadora. Pero mi mejor adquisición fue una aspiradora manual. Ah, qué aliada maravillosa !!!! Tengo cabellos largos, así que cada vez que me peino el baño queda regado de ellos, más la pelusa que obviamente se encuentra en todas las casas. Una pasada de mi amiga portátil, y listo. También descubrí que sirve para hacer desaparecer las migas que se caen al piso luego de cualquier comida (el hojaldre es uno de los componentes que más se disgrega), o incluso las que se desparraman encima de la mesa. Yo digo que esa aspiradora me ayuda a conservar mi salud mental cuando algo simplemente se desmenuza en el lugar equivocado. Lo que de veras detesto y que desencadena mi furia es cuando un saco, una remera, una revista, un libro, una cartera, cualquier cosa mía, se cae al piso. O algo lo salpica ensuciándolo. Si estoy sola es más fácil, porque me puedo explayar en el ataque de nervios sacudiendo la cosa en cuestión que se haya caído como si estuviera tratando de revivir a un muerto o en medio de un exorcismo, y nadie puede mirarme y pensar que actúo como desquiciada. Pero si hay alguien, sufro en silencio, salvo que la persona tenga conmigo la confianza suficiente como para que yo pueda expresarme sin sentirme avergonzada por esta debilidad, mi “talón de Aquiles”. Hace poco fui a la casa de una amiga; ella no estaba, pero sí su hijo encantador que me convidó un café. Mi torpeza hizo que el café se derramara encima de mi cartera nueva. No sé si me explico: el café, que se pegotea todo (encima tenía azúcar), que mancha todo con gotas marrones. Y yo miraba mi cartera, que por suerte es de un material sintético, mientras pensaba horrorizada en los cierres, que además del metal tienen un borde de algodón que el café iba a manchar. Al pobre chico no lo iba a asustar con un brote neurótico, así que pensé que tenía que controlarme por él y le pedí papeles absorbentes con los que limpié todo. Claro que, una vez fuera del edificio, revisé mi cartera centímetro por centímetro. Afortunadamente no quedó ninguna mancha. Generalmente si algo se me cae al suelo y sé positivamente que el suelo estaba limpio, sólo lo sacudo. Pero si el piso estaba sucio y se trata de una prenda, va directamente al lavarropas y recién me quedo tranquila y sintiendo que el equilibrio se restaura cuando huelo el suavizante impregnado en la tela. Una vez me pasó algo de verdad terrible. En la casa familiar teníamos aproximadamente 8 gatos, además de dos perros, peces y una tortuga. Pero el problema mayor para mí eran los gatos, casi todos ellos blancos y peludos, sobre todo esto último. ¡Qué vida cómoda que llevaban los desgraciados! Les gustaba dormir en las sillas donde nosotros nos sentábamos para comer, así que yo solía desalojarlos al grito de “¿qué se piensan ustedes, que éste es un hotel 5 estrellas para gatos?”. Sí, se iban, pero dejaban las sillas cubiertas de pelo blanco, así que si uno se sentaba se le adherían a la ropa; en esa época incorporé la costumbre de poner una bolsa de residuos nueva extendida sobre el asiento, que luego de usar doblaba prolijamente para poder usarla nuevamente del mismo lado impoluto. Pero ésta de despelusarse no era la única gracia de los blancos felinos. También orinaban y defecaban en donde se les ocurría, especialmente en el piso de la cocina durante la noche, con lo cual cuando yo, que era la primera que desayunaba, entraba en la cocina por la mañana, me encontraba con sus repugnantes y apestosos desechos. Mi mamá, que es pisciana y nació para sufrir, todos los santos días, mientras yo preparaba mi desayuno, echaba lavandina y limpiaba. Así que invariablemente todos los días, si no desayunaba con olor a mierda, me intoxicaba con amoníaco. Y yo lo único que pedía es que durmieran en tremendo patio que teníamos!!! No, no era que los odiaba, sólo que quería tenerlos lo más lejos posible. Bueno, toda esta intro es para que puedan imaginarse lo mal que me sentí cuando me pasó lo que les voy a contar. Sucedió un día, y si no era ése iba a ser otro, que, como tantas otras veces, el pasillo que daba a los dormitorios estaba regado de amarillos e inmundos fluidos de esos animales del demonio. Yo corría apurada por el pasillo desconociendo ese hecho porque la luz estaba apagada y resbalé con la invisible orina. Caí RECOSTADA sobre ella. Cuando me di cuenta apenas podía soportar la humillación que sentía. Mis hermanas se reían y yo quería morirme mientras gritaba, abochornada y ultrajada. ¡¡¡¡¡Malditos gatos, ensuciaban todo y yo tenía que tomar precauciones para sentarme en una silla que debería haber estado limpia, para desayunar sin morir en el intento de tragar un té con leche conteniendo la respiración y ahora para caminar por un pasillo al que no deberían haberse ni siquiera asomado!!!!! Me saqué la ropa, la tiré en el lavarropas, y corrí a ducharme y a lavarme la cabeza. Creo que lloré de impotencia. Para mí fue dramático, pero al resto le resultó bastante divertido; tanto es así que incluso la anécdota fue evocada en medio de una cena de festejo de cumpleaños, y tuvo mucho éxito, a juzgar por las carcajadas de todos. Menos las mías, obviamente, y muy especialmente si se tiene en cuenta el hecho para nada menor de que el cumpleaños que se celebraba era el mío. A pesar de mi expresión miserable, la narración de mi infortunio fue todo un suceso. El tema es que como soy muy obsesiva también con mis cumpleaños, preocupándome de que todo salga perfecto, de que todos se diviertan, no sé en realidad qué pesó más, si el hecho de sentirme injuriada porque se reían de mí o el de sentirme aliviada porque todos se reían (aunque fuera a mi costa) y lo estaban pasando bien. Es complicado de entender, lo sé. Así que como queda expuesto, ser obse no es una elección, sino más bien una complicación, una contrariedad. No es contagioso, y creo yo que tampoco es genético, porque mi papá no era obse, y mi mamá es todo lo contrario a un obse (¿cómo pude vivir con ella tantos años?). Esta última acotación, sin embargo, sí podría reforzar la teoría de que la influencia de algún progenitor puede determinar el posterior desarrollo de la neurosis en cuestión, concretamente como una reacción del vástago a un extremado desbole ambiental al que se ve sometido diariamente en estado de total indefensión. Precisamente el carácter obse surgiría como un mecanismo defensivo en estas situaciones. A mí algo de esto me pasó, aunque no creo que me haya condicionado de manera categórica. Digan lo que digan, critiquen lo que critiquen, los obses la mayoría de las veces somos útiles para el resto, y nuestra “cualidad” puede aprovecharse en aras del bien común. ¿Qué otro miembro de una familia tiene prolijamente anotadas las fechas de vencimiento de los servicios e impuestos, y hasta sabe cuando no llegó una boleta que está por vencer para reclamarla, eh? ¿Qué otro individuo tiene una lista de supermercado elaborada con los más mínimos detalles para no olvidarse de comprar algo que se nos fue de la cabeza? ¿A qué otra persona se le puede prestar un libro o un disco y tener la seguridad de que lo va a devolver intacto? ¿Quién es el que ordena los placares para que la ropa pueda encontrarse fácilmente? ¿Quién les coloca fundas a los tapados y camperas y frazadas guardados para que no se ensucien y no se los coman las polillas? ¿Qué otro sale de bañarse y deja el baño impecable para el próximo usuario? ¿Qué otro selecciona el tipo de ropa y lavado para que la ropa blanca pueda lavarse con un blanqueador que la deje inmaculada, y la ropa negra con polvo especial para colores oscuros para que las prendas no se tornen de un gris arratonado horrible? Está bien, reconozco que a veces exageramos porque yo soy de esas personas que tienen sus zapatos en cajas que en su frente indican con una etiqueta qué zapato es y el número. Pero no se puede negar que este trabajito simplifica la tarea de buscar, sobre todo si uno es de esa clase de personas a las que les disgusta perder el tiempo en una tarea tan improductiva. Haciendo un pequeño análisis, creo que básicamente hay dos situaciones que pueden molestar a aquellos que estén cerca de nosotros. Una, es ser testigo de un “ataque” de furia cuando algo se cae, algo se ensucia, o algo simplemente no está como uno quiere. Ojo, no pasa en todas las situaciones. En mi casa todo tiene su lugar, pero si viene una amiga y lo mueve a otra posición para mí inconveniente porque puede caerse o ensuciarse, simplemente lo muevo de ese lugar. Otra cosa distinta es que un huevo explote en el microondas y ensucie todo el interior. Ahí tengo ganas de romper la bandeja de vidrio del horno mientras me digo “a mí todo me sale siempre mal, soy una estúpida” y lloro de impotencia (bueno, ya no lloro, así que voy mejorando). La otra situación tiene lugar cuando la otra persona que está frente a nosotros obses no acepta que uno es así. No me gusta que la gente se siente y al cruzar las piernas me ensucie con la suela de su zapato el pantalón o la media. No lo soporto. Así que, teniendo en cuenta esto, cada vez que me encuentro con personas que tienen esa costumbre, suelo buscar una posición segura o me pongo ropa elegida especialmente para que si alguien estira los pies y me ensucia no me importe. Es más, hasta me anticipo unos días antes imaginando cómo nos vamos a distribuir alrededor de la mesa, por ejemplo. Y hay personas a las que les molesta que yo tome mis recaudos. ¿Por qué? Si yo no polemizo, ni maltrato al otro, ni nada. Solamente hago algo que a mí me evita tener que estar temiendo que pueda ocurrir algo que me va a perturbar y me va a impedir disfrutar del encuentro. Pero no todos tienen ganas de comprender cuando uno dice que no come la pizza si el tomate no está triturado, o si tiene rodajas de tomate o si tiene cebolla o si tiene verduras cocidas (la rúcula fresca en la pizza me encanta). Yo no comía verduras, pero hace poco descubrí la única ensalada verde que me gusta: espinaca, albahaca y rúcula, con trocitos de muzzarella. Es un progreso innegable, considerando que yo no comía nada verde, a excepción de la tarta pascualina que hace mi mamá que, como es madre y me quiere, me entiende y la lícua. Pero esto no quiere decir que yo sea difícil con las comidas, sino simplemente que hay cosas que no como. Milanesa con papas fritas, o con un huevo frito, salchichas, hamburguesas, papas, fideos, arroz (sin mezclar con vegetales, claro), los como sin problemas. Creo que los problemas empiezan cuando se incorporan los colores de verdulería. No somos una lacra, por favor no nos prejuzguen ni nos miren así. A veces podemos ser insoportables para el que accidentalmente resulta espectador de uno o varios brotes. Pero si resulta que somos buenas personas (como pasa con todo, hay obses buenos y obses malos, porque la condición neurótica no determina la calidad de ser humano), nuestros amigos nos quieren mucho, y de verdad. Mi mejor amiga me contuvo hace poco telefónicamente, ya que la llamé desesperada por una nimiedad que en su momento me resultó una tragedia. Me compré un par de zuecos, no muy baratos que digamos. Cuando llegué a mi casa y me los probé a los dos, noté que uno de ellos tenía el elástico que hace presión en el empeine más estirado que el otro. Un zueco me quedaba ajustado. El otro medio suelto. Me dio un ataque de nervios por sentirme estúpida, por no haber tenido en cuenta el probarme los dos antes de irme del negocio, porque eran un artículo caro. Consideré todo lo que debía hacer para recuperar la tranquilidad. Ir al local, informar el problema (sí, la verdad me avergonzaba muchísimo, porque sé que soy una persona rara, no pienso que ser así es normal: qué tendría que decir “un elástico está unos milímetros más flojo que el otro?”), ver si me cambiaban el par por otro igual; además se complicaba todo porque el ticket decía que los cambios se realizaban por la mañana y yo no puedo dejar de trabajar para ir a cambiar unos zuecos. Me imaginé la intransigencia del vendedor al decirle que iba a la tarde porque no podía ir a la mañana, podía ver su cara desestimando antipáticamente mi pedido, y pensando que yo era una maniática que iba a fastidiarlo con una extravagancia cuando ya tenía su cuota de clientes pesados cubierta. Mi amiga me escuchó pacientemente en mi angustia, me volvió a la realidad de la circunstancia que yo estaba sobredimensionando, pero no haciéndome sentir una imbécil, sino conteniéndome y mostrándome que no había nada que temer; me tranquilizó con muchísimo afecto. Al día siguiente fui, casi pidiendo disculpas por ir después del mediodía, y los vendedores me atendieron con la más absoluta cordialidad. No parecían pensar, como yo había imaginado, que yo era una freak. Me trajeron varios pares para probar, pero no tenían otro como el que yo quería en mi número. Pregunté si me podían averiguar en otra sucursal y lo hicieron. Afortunadamente sí había un par en la sucursal de Caballito, así que hacia allá me desplacé en busca del paraíso perdido. Los vendedores de esta segunda sucursal me trajeron el par, pero…al mirarlo bien, noto que la base es diferente, éste par tiene varios centímetros más. Yo soy muy alta y casi ni uso taco, así que no iba a llevar éstos. Parece ser que el fabricante les envió el mismo modelo pero con una base distinta, ya que de hecho se los informó en una nota que había adjuntado al pedido de stock de la zapatería, y que los vendedores me enseñaron en el colmo de la amabilidad. Y ahí terminó mi periplo, conmigo y mi obsesión por la perfección saliendo por la puerta de la zapatería vencidas por las circunstancias, y diciéndoles a los vendedores que bueno, que no quedaba más remedio que estirar el otro elástico para que pudiera sentir los dos zuecos por igual. Estaba transpirada por los nervios que había vivido al sentir que me había expuesto a que se burlaran de mí, a que me rechazaran o a que me maltrataran por ser tan detallista, tan minuciosa. Pero, al fin de cuentas, me sentía feliz porque ninguno de mis pronósticos nefastos se había cumplido; al contrario, me habían tratado maravillosamente bien, y yo había podido mostrar lo que considero una debilidad sin sentirme condenada. Ahora uso mis zuecos todos los días, y la verdad, si no insisto en tratar de detectar la diferencia, los siento iguales. Aprendí que no era tan grave, pero tuve que pasar por la experiencia, que es la única que puede vencer una anticipación errónea o un prejuicio. La vida no es simétrica, no es perfecta, no es predecible, no es controlable; todo se deteriora, todo puede arruinarse, a todo puede encontrársele un defecto y todo puede salir mal a pesar de los cálculos más exactos. A veces, cuando estoy comprando algo y entre varios objetos similares decido que uno es el que más me gusta y lo miro bien y le encuentro alguna falla, lo elijo de todas maneras, pensando que si todos los que pudieran verlo detectasen la falla, nadie lo elegiría. Sí, estoy muy mal, puedo sentir compasión por un portasahumerios roto o mal pintado. En este caso, esa compasión absurda aumenta mi tolerancia hacia lo imperfecto. Es una anécdota en miniatura. Creo que el problema principal de nosotros los obses, es que queremos controlar todo; si la vida está bajo control, si podemos anticipar todo lo que nos puede pasar y tener soluciones de antemano, si todo está en orden, nos sentimos seguros. ¿Es porque realmente, en nuestro inconsciente, nos afecta si un pulóver no está en su lugar? No, claro que no, pero mejor preocuparse por eso, conscientemente, que por la muerte, la enfermedad, la pérdida, todo lo que puede pasar y no se puede controlar (mientras escribía esto tuve un lapsus: escribí “todo lo que no se puede pasar”, así que mi inconsciente apareció diciendo “me llamaban?”). Me veo a mí misma desde afuera ahora, y me conmueve darme cuenta de todo el afán que he puesto en desarrollar una estructura que me atrapa sólo para sentirme segura. No es lo mismo orden que obsesión por el orden; cuando uno se obsesiona sufre, porque siente que está todo mal, que algo malo puede pasar, que uno es vulnerable. Creo haber mejorado mucho, gracias a la comprensión de toda la parte invisible del proceso, o sea el inconsciente, que somos mis miedos y yo, y por supuesto, al hecho de tener más años de terapia que Woody Allen, lo que no es poco decir. La vida a veces también ayuda: nos da una estocada, o nos patea el tablero, y entonces uno se da cuenta de que el problema no está en que las fichas no estén en su lugar, porque ya no existe el lugar en el que estaban y uno sigue estando tan entero como antes, aunque cueste bastante trabajo darse cuenta de ello; el verdadero trabajo es, precisamente, aprender a darse cuenta de ello. Y hay que barajar de nuevo, y encontrar la creatividad que permite jugar con las circunstancias y hacerlas infinitas, multiplicarlas, poder ver todas las posibilidades que nos impedía nuestro miedo. La creatividad puede hacernos sentir todopoderosos, porque uno se da cuenta de que donde no había salida puede crearla, competir con la vida en una carrera para ver a cuál de los dos se le ocurren las cosas más inimaginables, las posibilidades más impensables, jugar con lo imposible, ver quién sorprende a quién. Y entonces uno ve que aunque no pueda controlar todo, ni evitar lo desagradable, siempre puede enfrentarse al desafío de tratar de encontrar un camino nuevo, uno que nadie nos mostró todavía, uno que hay que encontrar por uno mismo.


22-08-08
25-08-08