domingo, 23 de enero de 2011
Diario: Nro. 42 - 07-11-10
Vivencias que moja el tiempo
Decidí que hoy era el día para ver el dvd Cantora, de Mercedes Sosa, que mi hermana me regaló para mi cumpleaños en setiembre pasado. Tomé de la mesada la porción de torta de ricota que compré en el supermercado, empuñé ansiosamente mi cucharita, y le di play al dvd en la compu (yo no tengo tv ni reproductor de dvd), haciendo fluir la música y las palabras por mis auriculares. Parecía un momento perfecto, de tranquilidad y alegría, porque la música para mí siempre es alegría. Y entonces… Me puse a llorar. Mercedes cantaba y hablaba y lloraba de emoción (“¡qué hermoso es cantar!”, decía), y yo no podía evitar acompañarla con mis propias lágrimas al tiempo que masticaba el bocado de torta. Sí, lloraba acongojada pero la torta no la largaba. Llanto, pañuelo, bocado, bocado mojado, mejillas con arroyitos, pañuelo manto húmedo... ¿Síndrome premenstrual? No, y estoy segura porque todavía me faltan unos días, aunque los síntomas se puede decir que son exactos. ¿Será la edad? ¿Será cierto que pasan los años y uno se vuelve más sentimental? Tal vez sea eso, y si es así, pues que sea así, let it be, ¿no? Tengo cuarenta años recién cumplidos; ya estoy medio veterana, ya viví la mitad de mi vida (como verán seré veterana pero no pierdo mi optimismo; quizás los veteranos seamos más optimistas: hay que investigar esa teoría), y las cosas, los hechos, las canciones, las lecturas, las circunstancias, nada resuena igual adentro, en el pecho que le decimos, en ese lugar donde ubicamos caprichosamente al espíritu. También, en mi caso, y no sé si se podría generalizar, podría tratarse de un retroceso, de una suerte de involución. Porque cuando yo era chiquita, escuchaba música y lloraba. Sí, lloraba de emoción cuando lo oía a mi papá tocar la guitarra, lloraba cuando en la tele sonaba la canción del comienzo de ese programa infantil del Precámbrico llamado “El club de Hijitus”. Lloraba la nena… Pero, hablando en presente, no se trata de un llanto de tristeza, sino de emoción. La pucha, escribo esto y se me llenan los ojos de lágrimas y ¡ni siquiera estoy escuchando música! Sí, que no es síndrome premenstrual dije ya. Actualmente, a esta edad, las palabras, la música, despiertan ecos de muchos tiempos apresados amorosamente en las circunvoluciones cerebrales que posee, ama y señora, la memoria. Allí están mi papá, mis amores, mis dolores, todos mis momentos y también las canciones y músicas que los hilvanaron; recuerdos que capturaron mis ojos, mis oídos, mis manos, y también mi nariz y las papilas gustativas de mi lengua. Rememoro perfectamente el olor de un lápiz labial de mi abuela, que he podido detectar, perdido entre muchos, en algún puesto de sahumerios; y el momento es increíble, porque una se confunde y no sabe si huele con la nariz del pasado o con la del presente. Sé racionalmente que la nariz es una sola, pero convengamos que ciertos olores y perfumes corresponden al presente, y que esos efluvios del pasado hacen que uno pueda imaginarse que, por un ratito, viajó en el tiempo, o que uno está en el presente y lo que viajó en el tiempo es el mundo circundante. Y así pasa, o me pasa, con los otros sentidos.
Pero yo no creo que se trate de una involución, un retroceso al pasado, esto de emocionarme. Creo, y es más, debo asumirlo, que se trata del paso del tiempo. Escuchar la letra de una canción de amor no es lo mismo a los diecisiete que a los cuarenta; a los diecisiete mi ignorancia de lo que es el amor era inversamente proporcional a lo que creía que sabía acerca de él. ¡Cómo lloraba! “Pero esta mujer siempre sufre”, van a pensar. Bueno, a los diecisiete, dieciocho, diecinueve, me enamoré y tuve un par de tristezas. Pero luego también me enamoré y fui feliz, ¡imagínense que hasta me casé! Después me divorcié y ahí volví a llorar. Se ve que lo mío es así, alternancias de risas y llantos, como la vida; y no lo digo yo, eh, ya lo decía William Blake: “Man was made for joy and woe, and when this we rightly know, through the world we safely go” (el hombre fue hecho para la alegría y el pesar, y cuando verdaderamente comprendemos esto, vamos confiados por el mundo).
Pero, volviendo al tema y a Mercedes Sosa, el llanto arrancó con la letra de una canción de amor, indudablemente una poesía. Y yo lloraba no sé por qué: por la dulzura de la letra, por la emoción de Mercedes… Ahora, pensándolo con mayor detenimiento, creo que lloraba porque comprendía perfectamente de qué hablaba; es decir, podía comprender cabalmente qué decía, a qué se refería, porque cada palabra, cada frase, encontraba su correlatividad en alguna de mis neuronas-baúles de remembranzas; cada palabra me hablaba de algún saber-por-haber-vivido, desataba el eco que guardan mis paredes de amor, de ternura, llenas de grafitis y besos y abrazos y poemas y palabras y pensamientos y tantas otras cosas que otros dibujaron indeleblemente en mí a través de los años. Vivo, luego comprendo, luego me emociono y lloro; deformando a Descartes.
Esa es, acaso, la explicación: una secuencia que se inicia con una canción que golpea como un gong a la memoria, y desata furiosamente una vibración de llanto que sólo poseen y saborean, con o sin torta de ricota, los que algo, a través de los años, han vivido.
6-11-10